Cuando
de pequeño escuchaba que “España era una unidad de destino en lo
universal”, me preguntaba si se referían al éxito de Massiel en
Eurovisión, cantando el “La, la, la”, pero después del triunfo de la
Roja en la Eurocopa 2012 he comprendido que España aún sueña con fundar
un Imperio Galáctico liderado por un risueño Darth Vader ataviado con
una montera y un capote carmesí. No es una broma. Los que siguieron la
batalla librada contra una Italia debilitada por el “bunga-bunga” del
Lord Sith Berlusconi, pudieron comprobar que un torero animaba a la
selección, recordando al mundo que España siempre será la patria del
botijo, las tonadilleras, el tricornio y el garrote vil.
Odio
a este puto país porque al cruzar los Pirineos la caspa deja de ser un
problema de higiene y se convierte en un signo de identidad nacional.
Odio a este puto país porque sus pueblos aún martirizan a los animales,
alegando que taladrar la piel de un toro con un estoque o lanzar a una
cabra desde un campanario es arte y no tortura. Odio a este puto país
porque presume de unos huevos de oro, pese a su cobardía con las
incontables víctimas de la rebelión de los generales en 1936. España es
un gran cementerio bajo la luna, una gigantesca fosa clandestina donde
aún se amontonan los restos de maestros, poetas, obreros, campesinos,
socialistas, anarquistas y comunistas, asesinados por luchar contra
terratenientes, señoritos, banqueros, curas y militares. Nada augura que
esos restos hallarán una digna sepultura o que el espeluznante mausoleo
de Cuelgamuros será dinamitado, corriendo la misma suerte que los
edificios y monumentos de la Alemania nazi y la Italia fascista. Odio a
este puto país porque es un Reino y no una República, con un idiota
coronado que extermina elefantes, confraterniza con dictadores,
colecciona Ferraris en mitad de una pavorosa crisis económica y rivaliza
con su tatarabuela Isabel II en promiscuidad, molicie, avaricia,
oportunismo, populismo, estulticia y arribismo.
Odio
a este puto país porque ha convertido el traje de gitana en símbolo
nacional, sin avergonzarse de haber maltratado y hostigado durante
siglos al pueblo romaní, confinándole en lejanos basurales. Odio a este
puto país porque su unidad se ha construido sobre invasiones, matanzas y
expolios. Odio a este puto país porque se identifica con la bandera de
los Borbones y no con la enseña tricolor de la Segunda República. El
rojo y gualda es una herencia (otra más) del franquismo, una dictadura
tan sangrienta como ridícula, donde un militar bajito y con voz de
espantapájaros se hizo llamar Caudillo y Generalísimo, escribiendo
algunas de las páginas más negras de la historia universal de la
infamia.
He
nacido en este puto país, pero preferiría ser un piel roja o un
extraterrestre perdido en el espacio. He nacido en este puto país, pero
preferiría que la selección española no hubiera ganado la Eurocopa,
particularmente después de saber que sus jugadores tributan sus
bonificaciones en el extranjero para eludir la presión fiscal.
He
nacido en este puto país, pero no me emocionan las victorias de
Fernando Alonso o Rafa Nadal, dos millonarios sin complejos que juegan
con Hacienda al escondite inglés. Rafa Nadal es tan buen chico que
recuerda a Doris Day: sonriente, educado, bobo, soso, lelo, acartonado,
previsible. Si hubiera trabajado en el Hollywood de los años 40, habría
sido un aburrido galán de serie B, incapaz de propinar un puñetazo
creíble o de recitar su diálogo, sin transmitir la sensación de ser el
protagonista de una función escolar, con el talento interpretativo de un
chimpancé. Fernando Alonso no parece un buen chico. Fernando Alonso
tiene aires de rufián acostumbrado a matar las horas con un palillo de
dientes en la boca y una copa de anís en la mano. No hace falta mucha
imaginación para asignarle el papel de villano en una película de cine
mudo o de hampón en un entremés escenificado en una corrala atestada de
busconas y galeotes. Si se dejara crecer el bigote y una coleta, sería
un aceptable Fu Manchú, tejiendo planes maléficos para alimentar su
megalomanía hiperbólica.
Odio
a este puto país porque ha permitido que sus grandes cómicos murieran
en un inmerecido olvido. Gracita Morales pasó los últimos años de su
vida sin recibir ofertas de trabajo a la altura de su genio irrepetible.
Condenada a interpretar papeles secundarios en las series televisivas,
se hundió poco a poco en la depresión.
Odio
a este puto país porque algunos de sus grandes escritores han muerto en
el exilio, la cárcel o asesinados por españolistas furibundos. Las
imágenes de un Antonio Machado enfermo y prematuramente envejecido
agonizando en una modesta pensión de Colliure o de Miguel Hernández
entregado a la Guardia Civil por la policía del infame Salazar siempre
nos recordarán la esencia de un país que ha maltratado a sus poetas y
nunca ha tolerado a sus disidentes. Ser heterodoxo en España significa
vivir con un pie en la horca. El asesinato de García Lorca refleja ese
odio atávico que siempre ha caracterizado a un país áspero y huraño.
La
brutal paliza que tres falangistas le propinaron al cantante de copla
Miguel de Molina por ser homosexual y republicano aún inspira a los
matones que apalean a inmigrantes, “rojos y maricones”, abusando de sus
músculos de gimnasio y del calor de la manada, que les garantiza un
victoria fácil sobre un rival indefenso y con miedo a recurrir a una
policía aficionada a los mamporros y a la presunción de veracidad, una
pirueta jurídica que atribuye a los agentes una infalibilidad
sobrenatural.
Odio
a este puto país porque se emociona con sus éxitos en el pueril
entretenimiento del balompié, sin reparar que los verdaderos héroes no
son unos jugadores adictos a los paraísos fiscales, sino los bomberos
que extinguen incendios o los mineros que se enfrentan con tirachinas a
las bocachas de la Benemérita, permitiéndonos soñar con una marea roja
que ahogue a los adoradores del Becerro de Oro. Odio a este puto país
porque todos los años mueren decenas de mujeres, asesinadas por un
machismo profundamente enraizado en una sociedad que presume de sus
cojones, convirtiendo los genitales masculinos en la metáfora de su
chulería colectiva. Odio a este puto país porque se ha resignado a que
el 20% de los niños viva en la pobreza y a que las oligarquías
financieras sigan acumulando privilegios. Odio a este puto país porque
ha asimilado el dogma de la no violencia, olvidando que las grandes
transformaciones sociales siempre se han producido con estallidos
revolucionarios. Conviene recordar que la heroica defensa de Madrid
durante 1936, la revolución de Asturias en 1934 o la Semana Trágica de
Barcelona en 1909 no se hicieron con manifestaciones pacíficas, sino con
dinamita, fusiles y cócteles Molotov. Odio a este puto país porque
llama terroristas a los autores de los atentados contra Melitón Manzanas
y Carrero Blanco. Melitón Manzanas era un brutal torturador que había
perfeccionado sus técnicas de interrogatorio con la Gestapo durante la
ocupación de Francia. Carrero Blanco era el gorila del régimen
franquista, la quintaesencia de una dictadura responsable de un
genocidio. Sólo en la postguerra se fusiló a 192.000 personas en los
diferentes campos de concentración levantados para descabezar cualquier
forma de resistencia u oposición.
Odio
a este puto país porque ya no lee a sus clásicos. Luis Cernuda
describió el alma española como “una meseta ardiente y andrajosa” que
adquirió “una gloria monstruosa” sometiendo a otros pueblos con su
“sinrazón congénita”. Valle-Inclán escribió que “en España el trabajo y
la inteligencia siempre han sido menospreciados. Aquí todo lo manda el
dinero”. Por eso, hay que eviscerar a los patronos y exhibir sus
entrañas negras. “Todos los días una patrono muerto, a veces dos…
–apunta Max Estrella en Luces de bohemia (1924)-. Eso
consuela”. Y añade algo más adelante, comentando la infame ley de fugas
aplicada a los anarquistas: “La Leyenda Negra, en estos días menguados,
es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y
vergüenza”.
Yo
sólo admiro a una Roja: Dolores Ibarruri, Pasionaria. Odiada por la
derecha más intolerante, encarna el espíritu de resistencia de la clase
trabajadora, que se arrojó a la calle para defender Madrid contra los
militares golpistas. Pasionaria es la madre de todos los rebeldes, de
todos los que no se rinden, de los que han perdido el miedo a las
represalias y prefieren la muerte a las humillaciones. Pasionaria es la
España antifascista, roja, libertaria, socialista, solidaria e
igualitaria. Mi madre escuchó a la Pasionaria despidiendo a las Brigadas
Internacionales y aún recuerda su voz, llena de emoción y dignidad. Los
9.000 voluntarios extranjeros que murieron en España combatiendo al
fascismo son los verdaderos héroes y no los deportistas que sólo se
preocupan de su peculio. Las protestas de los mineros podrían ser la
primera piedra de un futuro diferente, sin Borbones, Guardia Civil,
políticos venales, obispos homófobos, toreros sanguinarios, empresarios
sin conciencia y banqueros corruptos.
Valle-Inclán
soñó con una guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. Su afilado
cartabón sería la espada de Teseo decapitando a explotadores,
represores, escritorzuelos y usureros. No puede existir misericordia
para los que conspiran contra la sanidad, la escuela y el pan de las
familias. Si ese sueño se realiza, si las calles se llenan de banderas
rojas y tricolores y se hace justicia con los verdugos de la clase
trabajadora, ser español ya no estará asociado a las procesiones de
Semana Santa y a la cabra de la Legión, sino a una insurrección que hizo
rodar cabezas, sin avergonzarse de imitar el color de la aurora,
convirtiendo las calles en ríos de sangre y el hotel Ritz en el cuartel
general de las milicias revolucionarias.
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