A
Txiki lo mataron en mi pueblo, a las 8.30 de la mañana del 27 de
septiembre de 1975, en un claro del bosque, cerca del cementerio de
Collserola. Lo ataron con cadenas a un
trípode y empezaron a pegarle tiros mientras cantaba 'Euzko gudariak'.
Ya cuando lo detuvieron, el 30 de julio, sabía que era para mandarlo al
matadero. El general Franco, matarife mayor del reino, en sus primeros
indicios de putrefacción, había decidido despedirse tal como llegó al
poder, haciendo lo que mejor se le daba, firmar sentencias y delegar el
crimen.
A Txiki lo
fusilaron, como a Julián Grimau, con la misma premeditada crueldad. A
Grimau, un buen hombre, le pusieron un pelotón formado por soldados de
reemplazo, que temblorosos y muchos de ellos incapaces de mirar a la
víctima, necesitaron varias descargas y el tiro de gracia para matarlo. A
Txiki, un chaval de 21 años, lo fusiló un pelotón de seis guardias
civiles del servicio de información que se presentaron voluntarios. Se
lo tomaron con calma. No hubo descarga a la orden de fuego, cada uno
llevaba dos balas en su subfusil y fueron disparando uno a uno, al
estómago y el tórax, sin causarle la muerte. Los abogados de Txiki, Marc
Palmés y Magda Oranich, tuvieron que implorar el tiro de gracia.
Unos días después nos enterábamos de quién era Txiki en el colegio. Nos lo explicaba un joven maestro, Leopold, que nos hablaba de un joven idealista, acusado de un crimen sin pruebas, de un país que necesitaba cambiar, de la impotencia, de un futuro que siempre llega tarde pero acaba llegando si nos lo proponemos. No estoy seguro de haber entendido todas las cosas que dijo en su breve intervención antes de empezar la clase, pero al terminar de hablar lloró, y eso sí que lo entendimos todos.
Esta mañana, en el mismo claro del bosque, hemos recordado a Txiki. Ha venido Kepa, uno de sus hermanos pequeños, i Mikel, el hermano mayor que estuvo aquí hace 39 años, al que Palmés y Oranich tuvieron que retener cuando iba a enfrentarse a los asesinos de aquel pelotón que iban disparando entre insulto y chascarrillo, que se abrazó al cuerpo ensangrentado de su hermano. Y nos habla de un joven idealista, acusado de un crimen sin pruebas, de un país que necesita cambiar, de la impotencia, de un futuro que siempre llega tarde pero acaba llegando si nos lo proponemos. Y hay lágrimas y abrazos, y el recuerdo de la sonrisa que Txiki enarboló hasta el final. Si muero antes de tiempo, el último deseo que se apague en mis labios tal vez sea la primera sonrisa que florezca el día de mañana.
Unos días después nos enterábamos de quién era Txiki en el colegio. Nos lo explicaba un joven maestro, Leopold, que nos hablaba de un joven idealista, acusado de un crimen sin pruebas, de un país que necesitaba cambiar, de la impotencia, de un futuro que siempre llega tarde pero acaba llegando si nos lo proponemos. No estoy seguro de haber entendido todas las cosas que dijo en su breve intervención antes de empezar la clase, pero al terminar de hablar lloró, y eso sí que lo entendimos todos.
Esta mañana, en el mismo claro del bosque, hemos recordado a Txiki. Ha venido Kepa, uno de sus hermanos pequeños, i Mikel, el hermano mayor que estuvo aquí hace 39 años, al que Palmés y Oranich tuvieron que retener cuando iba a enfrentarse a los asesinos de aquel pelotón que iban disparando entre insulto y chascarrillo, que se abrazó al cuerpo ensangrentado de su hermano. Y nos habla de un joven idealista, acusado de un crimen sin pruebas, de un país que necesita cambiar, de la impotencia, de un futuro que siempre llega tarde pero acaba llegando si nos lo proponemos. Y hay lágrimas y abrazos, y el recuerdo de la sonrisa que Txiki enarboló hasta el final. Si muero antes de tiempo, el último deseo que se apague en mis labios tal vez sea la primera sonrisa que florezca el día de mañana.
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