jueves, 26 de agosto de 2010

LAS EXPULSIONES CONTINUAN EN FRANCIA


Retazos

Neofascismo, discriminación e intolerancia

Quizás siempre he sido un poco "abogada de causas injustas", que no perdidas, como me solía decir mi madre cuando en mi infancia aparecía en casa con animalillos que encontraba en la calle heridos o abandonados. Creo que siempre he tenido cierta tendencia a solidarizarme y a acercarme a esos seres que, por no ser aceptados por el status quo, se han visto sometidos al repudio, a la marginación o, lo que es peor, a la indiferencia. No es mérito propio (si es que la solidaridad es un mérito), sino, probablemente, herencia de esa madre que me recriminaba con la boca pequeña las pautas que formaban parte importante de sus propios esquemas.

Uno de esos colectivos marginados por los que siempre he sentido curiosidad a la vez que cierta romántica admiración es el pueblo gitano. Recuerdo haberme acercado con otros niños a algún campamento que organizaban en verano a las afueras del pueblo de mi padre, y haber mirado, a escondidas, cómo vivían en sus caravanas errantes, con sus mulas y caballos, con sus bulliciosas reuniones alrededor de una hoguera, y con esa alegría profunda que les salía a borbotones de sus palmas y sus cantes. La gente les temía y hablaba mal, muy mal, de ellos. Pero eran "distintos" y libres; yo lo sentía, y era eso lo que me hacía admirarles.

Ya con trece o catorce años, en unas cortas vacaciones de verano que pasé con mi tía paterna, tuve ocasión, en su pueblo, de conocerles más de cerca. Había una gran familia de gitanos que llevaban allí establecidos varios años, pero que mantenían su cultura y sus costumbres, y sobrevivían de trabajos esporádicos en el campo y en las casas. De nuevo contra la opinión de la gente "como dios manda", tuve el placer y el honor de hablar con ellos y ellas, y pude comprobar cómo mi intuición no me engañaba. No había ningún motivo para temerles; al contrario, pude sentir su generosidad, su humildad, su nobleza y su arraigado y profundo sentido del honor.

Y ello quizás por ser un pueblo sometido a la persecución y al rechazo a lo largo de su historia. En tiempos de los Reyes Católicos, en su afán obsesivo de unificación cristiana, se inició en España la persecución de esta etnia (además de las otras); las Cortes de Castilla emitieron un mandato que pretendía separar a los hombres gitanos de las mujeres gitanas para extinguir la raza. En 1.749 un edicto del Rey Fernando VI, en complicidad secreta con el Marqués de la Ensenada (llamado también La Gran Redada), puso en práctica el exterminio de los gitanos en todo el territorio español.

Ya en pleno siglo XX, los artículos 4 y 5 del Reglamento de la Guardia Civil de 1.943 especifican la atención especial que el cuerpo debía mantener con los gitanos, sobre los que recaía, por obra y gracia del franquismo, ese miedo ignorante y popular al delito cotidiano que escondía en realidad los crímenes de Estado que el régimen cometía. Y que me cuenten si es comparable el robo de una gallina para comer con el asesinato de miles de españoles por ser contrarios a las ideas fascistas. Que me lo cuenten.

El estigma y la discriminación que este pueblo ha soportado, y que llega hasta nuestros días, quizás sea producto de que es una cultura libre que no se ha dejado someter. Se resistieron siempre a los dogmas católicos, a renunciar a su cultura nómada y libre, y a doblegarse ante preceptos religiosos y sociales impuestos como la norma (aunque también es verdad que en la actualidad es preocupante su adhesión a diversas sectas evangelistas). Y en pleno siglo XXI, tras más de treinta años de la Proclamación de los Derechos Humanos, una ola de execrable racismo parece inundar la vieja Europa. Primero Berlusconi, y ahora Sarkozy (¿seguiría Rajoy el mismo camino?) están tomando medidas legales para expulsar a los gitanos fuera de sus fronteras; el Presidente francés quiere también suprimir el derecho a la sanidad y la educación de los gitanos que carezcan de documentación.

Michel Rocard, ex primer ministro de Francia, ha declarado que "algo así no pasaba desde la época de los nazis. Poner el acento en la represión es una política de guerra civil". Me pregunto qué rueda de molino nos están haciendo tragar estos políticos que se permiten atacar de modo tan intolerable y canalla la dignidad y los derechos humanos. "El gitano es lo más elemental, lo más profundo, lo más aristocrático de mi país, es el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza universal", decía Federico García Lorca refiriéndose a su Romancero gitano. "Nuestro techo es el cielo y nuestras lámparas las estrellas" es una de sus máximas. Quizás sea esa profundidad y esa aristocracia gitana lo que tanto moleste a estos políticos vulgares e intolerantes, y paladines de lo vulgar. A los tiranos nunca les han gustado los libres, ni los diferentes.

Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica

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